La poeta
Las mayores hablaban y
tomaban café porque celebraban el nuevo trabajo de la mujer más guapa de la
sala. El cigarrillo recién encendido de la tía Carmen fue la señal para que el
niño fuera enviado a su habitación, y este se quejó: no tenía a nadie con quien
jugar, era hijo único y muchas veces se aburría estando solo. Su madre le
sugirió que jugara a ser explorador, como Indiana Jones, y vaciara las cajas
que esa mañana habían traído unos señores “muy peludos”, según había comentado
su Pequeñín.
Corrió por el pasillo y
fue a su cuarto, donde más objetos se habían acumulado tras la mudanza. Al
entrar y ver aquella inmensa cantidad de cartón comenzó a imaginar todas las
cosas que podría construir; se puso muy feliz porque ya no tendría que
imaginarse siempre los castillos, las cuevas o los árboles, ahora todo estaba
más cerca de ser real. Supo que esa tarde podría apañárselas para pasarlo bien.
Contó catorce grandes cajas. Al intentar mover una se dio cuenta de que pesaba
demasiado para él: tendría que hacer caso a Mami
y recoger sus cosas antes.
Entre «Peluches» y «Ropa»
había una caja blanca en la que no había nada escrito, y esto llamó su
atención. ¿Qué guardaba dentro? ¿Qué hacía allí? Echó un vistazo por el resto
del dormitorio (en el que no había aún cama en la que dormir): «Juguetes»,
«Juguetes», «Juguetes». ¿De qué más era propietario?
Fue a la cocina en busca
de unas tijeras, pero no encontró en los cajones más que un par de cucharas y
algunos trapos. En el pasillo localizó la caja «Útiles», y regresó a la
estancia de la caja misteriosa despacio y con precaución, pues llevaba en sus
manos una carga peligrosa. Sentía cómo su corazón latía, guiado por la
adrenalina del momento. No tenía permiso para utilizar unas como aquellas, pero
todo era por un bien mayor.
El “pum, pum” que sentía
dentro de pecho hizo de compás para el sonido del cartón y la cinta siendo
cortados. Hizo una breve pausa, seguida de un movimiento de brazos, tan súbito
como violento, con el que movió las lengüetas de cartón. Ya no se trataba de un
recipiente sin nombre. El niño cogió un rotulador en «Cole» y escribió en un
lado de la caja «Libros viejos».
Seguro que eran de su
madre, aunque ella no fuese vieja. Él ya había aprendido a leer, por lo que
puso sus conocimientos en práctica, aunque no sin dificultades: “Veinte poemas
de amor y una canción desesperada”, “De catro a catro”, “Furter Poems of Emili
Diquinson”, y muchos más. Pero el más pequeño llamó su atención pues, al igual
que la caja, no tenía nada que indicara qué podía haber en su interior. Era un
cuaderno con una cubierta en la que había una ilustración muy bonita de una
bailarina. Lo abrió por la mitad, y parecía estar en blanco. Volvió a intentar
resolver el nuevo misterio abriéndolo por el principio: reconoció la letra de
su madre en el primer par de páginas.
El niño estuvo mucho
tiempo leyendo lo que Mami había
escrito. Lo hizo despacio, tratando de entender cada palabra, y se quedó
asombrado, pues supo apreciar la belleza de aquello que acababa de leer.
También se sintió un poco confundido: su familia había ido a comer a su casa
para celebrar el nuevo trabajo de su madre. Él había entendido que ella era
arquitecta, pero resultaba evidente que ella era poeta.
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