Fuentes vacías
Llegó el día en el que
Pontevedra, caracterizada por dar de beber a quien pasaba, se enfrentó a una
sequía, y era preocupantemente escasa la cantidad de agua que recorría sus
venas de plomo y plástico. Decidió actuar entonces como una ciudad inteligente
y, cuando la gente pretendió beber de sus fuentes, lo que les ofreció no fue
más que un poco de polvo y tierra: lo que merecían al fin y al cabo.
Las personas que la
habitaban habían abusado del consumo de sus sangre como si fueran pequeñas bestias
que siempre había tenido muchos juguetes con los que divertirse hasta romperlos
– una de sus víctimas había sido el medioambiente. Comenzaron a llorar, y su
único consuelo fueron lágrimas amargas.
La ciudad, tornándose todavía
más sagaz, hizo temblar las calles, y las gotas que los ojos humanos segregaban
cayeron en la cuenca de la fuente de la Plaza de la Ferrería, que se llenó.
Toda la tristeza se trocó y se convirtió en esperanza. Habiendo ambos conocido
la angustia de la carencia, se acordó que si los habitantes cumplían su compromiso
con la ciudad, ella les daría de beber, y todos y todas vivirían felices.
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