HISTORIAS DEL ABECEDARIO III

Antes Burlarse Con Desprecio Era Fácil Grandes Héroes Invaden Juntos Kilómetros Lejanos Mintiendo Nuevamente O Preguntándose Qué Rescatar Sin Temer Una vejez Windsurfista Xilófonos Yoyos Zanahorias


Antes burlarse con desprecio era fácil. Grandes héroes invaden juntos kilómetros lejanos, mintiéndose nuevamente o preguntándose qué rescatar sin temer una vejez windsurfista. Xilófonos, yoyós, zanahorias.





     Un chico y una chica secuestrados por una banda en un apocalipsis zombie se escapan a duras penas y quedan heridos de bala gravemente. Comparten sus últimos momentos juntas escondidas en una frutería, y hablan sobre las personas que quedan en el mundo, y sobre el futuro de este. ¿La gente se decantará por tener esperanza o tratarán de disfrutar de lo que puedan a sabiendas de que morirán? Casualmente, ambas fueron captadas intentando conseguir un juguete para algune pequeñe de sus grupos.

     No creo equivocarme, lectore, cuando te digo a ti (sí, a ti) que esta breve historia comenzó en el momento en el que, huyendo despavoridamente de sus capturadores, Pincel, sin conocerla en absoluto, le dio la mano a Pistina para que, juntes, llegaran a un sitio lo más seguro posible. A causa de la presión del momento y su consecuencia: la incapacidad de él de pensar bajo presión, ambes llegaron a lo que un día fue una verdulería, logrando despistar a los miembros de la banda que les habían capturado, probablemente para comérseles vives, una práctica que, con el paso del tiempo, se hacía escandalosamente común.

     Había muchas cosas – consideradas terribles - que en los últimos años se habían vuelto comunes: los suicidios, la desesperación, los muertos vivientes por todas partes… Como siempre se cuenta, no se sabe cómo esto empezó, pero lo importante es que lo hizo y que hay que adaptarse a ello y tratar de mejorarlo dentro de lo posible por el bien de la humanidad, o al menos eso pensaba Pincel. Por otra parte, Pistina no se mordía la lengua al propugnar que había que vivir el momento sin miedo a morir… Mas sí se la mordía en la continuación de la frase: y si aquello pasaba, mejor. Siempre omitía este finaL porque tenía a alguien a su cargo: una niña de doce años llamada Libélula. Pincel estaba en la misma situación, pero en su caso se trataba de su hermano de diez años, Vela. Fueron esas inocentes criaturas el motivo de – spoiler – la muerte de sus cuidadores, mas no seamos crueles; la causa del desangramiento de ambes por heridas graves de bala fue su intención de hacer feliz a su familia.

     La respiración acelerada, tanto de Pistina como de Pincel, no se había detenido a pesar de que ahora descansaban juntes, sentades en el suelo, rodeadas de estanterías vacías y olor a podrido. Se quedaron quietes un instante que pareció un eón, pero la sed pronto les activó y, sin moverse, buscaron con la mirada por toda la estancia algo que les ayudara. Y así se percataron de que sus heridas eran más graves de lo que creían. Pincel miró a Pistina, y ella a él; comprendieron que no iban a salir de allí.

     —Bueno, yo tengo la regla, no sé qué excusa tienes tú — bromeó ella, pero Pincel no le siguió el juego, y ambes se enfrascaron entonces en pensamientos
Pincel no quiso pensar en su Vela; sabía que le dolería demasiado. Prefirió recordar un tiempo lejano donde, antes de que su hermano naciera, el mundo – mejor en su opinión – le había dado felicidad. Quería pensar en aquellas cosas bonitas, pero algo asaltó su mente. Desde que el caos comenzó, su postura había sido actuar de modo que hubiera la máxima alegría en su vida y en la de les que amaba pero, ¿cómo iba a pensar en eso ahora? La tristeza quería sumirle, y de la mano de esta iba la muerte – propio de él era evadir las malas sensaciones, así si iba a llorar, que fuera de felicidad:

     —Tengo un hermano pequeño al que quiero mucho – dijo a la muchacha que tenía a su lado mientras las lágrimas se acumulaban.

     —Podría decirse que yo también… — ella, parecía, iba a decir algo más.

     Pistina, desde que se había separado de Libélula, no había parado de pensar en ella, de mandarle buenos pensamientos, de rezar al Universo por su bienestar, hasta. No había sangre alguna que las uniera, pero había otras cosas mucho más fuertes que sí. Por eso le dolía tanto dejarla sola, aunque peor se sentía por el hecho de alegrarse, por el contrario, de hacerlo. Esto no era por nada que la niña hubiera dicho o hecho, porque es verdad que era un cielo, pero si ya era demasiada presión aguantar el mero hecho de existir en un mundo que nunca te gustó, imagínate, lectore, cómo había de sentirse Pistina teniendo, además, que hacer sobrevivir en él a una criatura inocente, indefensa.

     —Pero ahora ya no importa. Hemos perdido demasiada sangre. Lo sabes, ¿no?

     —Sí — dijo Pincel.— Creo que empiezo a marearme.

     —Tu crío… ¿es un buen crío?

     —Ahora lo que es bueno y lo que es malo es relativo, ¿no crees? Esos tipos solo eran unos egoístas desesperados.

     —¿Y quién no está desesperado? — preguntó Pistina, que también sentía un, por ahora, leve mareo, obviando, lectore, el dolor agudo que sentía por las heridas.
     
     —Yo no lo… estaba.

     —Aún estás — ningune sabía cuán cierta era esta afirmación, pero decidieron aferrarse a ella.— Ahora siempre hago esta pregunta: antes, ¿te imaginabas todo esto?

     —Bueno, nunca había pensado que esos bichos pudieran oler tan mal.— Se dieron cuenta de que no iban a poder tener una conversación animada, no tenían fuerzas.

     —Antes, yo… — empezó Pistina —. Hace mucho tiempo que no veo el mar. Hace tiempo que reconocí que nunca volvería a coger una tabla. Creo que… me he rendido. Hasta con una niña a cuestas me he rendido. ¿De verdad no crees que no hay nada que hacer ya aquí, en este mundo?

     —Yo tengo fe, yo creo en esto.

     Entonces, tratando de moverse lo menos posible, como podrás entender, Pincel sacó de su mochila un xilófono. A su hermano siempre le había gustado la música, lo poco que había podido enseñarle. Pistina, miró en silencio el juguete, apenada. Sin ninguna palabra, de su propia mochila sacó un yoyó que había pretendido llevar a Libélula por su cumpleaños.

     —Creo que estamos en la misma situación — dijo ella, y sus ojos tampoco pudieron contener las lágrimas.— Somos… el claro ejemplo de la estupidez humana.

     —Yo no lo creo. Solo queríamos hacer algo bueno.

     —A lo mejor, lo bueno lo están haciendo todos los bichos de ahí fuera. Es decir, míranos.— Pincel asintió, y no hizo nada más. Poco después, Pistina tampoco.

Comentarios