cuento – EL NARRADOR II
Os traigo la continuación del cuento "El narrador, al que tengo mucho cariño. La idea surgió de repente.
No pienso que sea
justo para ti, que tan ansioso o ansiosa pareces, recibir un cuento vacío o sin
final… Pero hay una historia, sí, que podría cumplir tus expectativas, y de
esta me sé el final. Es la única con un término que podría relatarte. Te
contaré la historia de mi creador.
Su nombre era
Sofelio, el hombre capaz de volar con una sola pluma a lugares lejanos. En su
juventud hizo travesías hermosas porque siguió el camino de la literatura,
camino que le llevó hasta su futura esposa, Radiadora, compañera de pasiones;
juntas pasaban el rato preguntándose cómo la guía del alma humana podía ser
algo tan sencillo, tan mesurado. Juraron amarse hasta que la muerte las
separara.
Un día, Sofelio
volvía del trabajo que pagaba sus facturas cuando una flor nívea llamó su
atención. En el borde del camino de tierra, una margarita había aparecido –
puede que siempre hubiera estado ahí, pero él nunca antes se había fijado en
ella, así que para el creador la verdad era que la flor se había materializado
en menos de ocho horas en el mundo. Sin razón ni motivo, por un impulso
inexplicable, la arrancó. Tal fue la satisfacción que, al llegar a su casa, de
la faz de la Tierra hizo desaparecer otra hermosa criatura. Oh, pobre
Radiadora, que como una hermosa flor se fue de este mundo, directa al cielo.
Mientras tanto, él se quedó en este infierno.
A partir de
entonces emprendió una nueva travesía, esta vez andando, aunque eso pronto
cambiaría y retornaría a viejas costumbres. Con el tiempo, la gente dejó de
buscarlo, pero eso nunca significó para él el descanso ni la paz, siendo esta
la razón de ir siempre cabizbajo (como cosechando una chepa): sabía que la
lluvia que le empapaba jamás le traería ningún arcoíris.
Por el día no
paraba de caminar mientras que lo que hacía el tiempo era correr. Pasaron los
años, pero para Sofelio no pasó nada; todos los días eran iguales, eran una
tortura de manos del arrepentimiento. Él hizo con su amada, con su verdadero
amor, lo que hace un niño pequeño con un juguete: lo rompe y, al perderlo, lo
llora. Se odiaba a sí mismo, y lo único que se veía capaz de hacer era seguir
adelante, cargando la culpa a su espalda.
Llegó el día en el
que no pudo permitirse pagar más hostales y comenzó a dormir en la calle; ahora
era un vagabundo en toda regla – de existir la burocracia para personas como
él, tendría una licencia de errante. Una noche, en un banco y abrazado a su
mochila, al abrir los ojos, vio otros. Ante él un gran perro mestizo se había
presentado, y Sofelio pudo haber sentido pavor, mas el animal parecía
sonreírle. Lo acarició. No parecía que hubiera estado mucho tiempo viviendo en
las calles, no más que él. Probablemente fue abandonado, así que creyó buena
idea cuidarlo en la medida de lo posible, tenerlo de compañero, aferrarse a que
algo bueno podría pasar.
El can, ahora
apodado “Melville” (como el escritor de Moby
Dick), ya había cogido cierto cariño a Sofelio, aunque aquello no aliviaba
la pena del hombre. Si fue cierto que hubo lazos de amistad entre ambos, una
madrugada estos fueron salvajemente cortados. Unas risas malévolas se
escucharon bajo la Luna, y los sonidos siguientes que despertaron al creador no
fueron mucho melífluos. Se oyeron insultos, se oyeron golpes, se oyeron
aullidos de dolor. Lo más difícil de todo fue asimilar algo que no se había
oído: la sangre cayendo al suelo y emanada por incontables partes de un perro
moribundo. Todo el espectáculo lo había pasado Sofelio con los ojos cerrados
mientras dos jóvenes lo agarraban.
Muchas más
desgracias como la muestra que te he dado, lectora o lector, ocurrieron desde
entonces al ahora vagabundo. Un día le clavaron una navaja, otro le robaron el
poco dinero que había conseguido hasta el momento, otro lo humillaron tirándole
huevos.... Sofelio sentía que se merecía ese dolor, angustia y maltrato, y, por
un impulso, decidió aprovecharlo, ya sin importarle cuánto recibiría en el
futuro
.
.
Pocas cosas le
quedaban más que una pluma y su cuaderno; no necesitaba más. Con sus preciados
utensilios escribió y escribió, como viajando a su pasado – fueron diez los
años pasados desde que tocara su material de escritura por última vez; fue como
un déjà vu. Durante horas, escondido lo máximo posible en un callejón de manera
que le llegara la luz necesaria, se dispuso a plasmar sus experiencias en papel
ya que, aún sabiendo que nunca podría publicar nada, pensó que, de leer de su
tinta, alguien podría valorar lo escrito. Y en el caso de que aquello no
ocurriera, aquel entretenimiento era mejor que nada.
Pero, ¿qué clase de
cosas escribía? Pues bien, no era un ensayista ni nada parecido, desde luego.
Nunca le gustó escribir sobre cosas reales; creía que solo había una realidad:
la suya, y no le hacían falta más versiones del mundo, sobre todo si eran tan
oscuras. Sofelio adoraba crear cosas nuevas. Muchas veces hurgaba en sus
memorias y convertía algo viejo en algo nuevo y original, de tal manera que
parecía magia. Era una manera muy eficaz de conseguir el resultado que quería:
buscar en lo más profundo de su cabeza, aferrarse a algo y permitir que volara
libre.
Mas sus desgracias
no dejaron de ser desgracias. El dolor lo cegaba, en su papel caían más
lágrimas que tinta. Cuando su mente se despejaba era el momento de escribir
cuanto pudiera. Todo el dinero que conseguía lo gastaba en más material – pluma
usaba siempre la misma. Así nací yo, pues resulta que por cada desdicha que
ocurría, una más terrible me sucedía. Un secreto te desvelo, lectora o lector:
yo mismo soy un reflejo de su ser, y vivo silenciosamente atormentado. Me
nombró “Lamparón”, y me detestaba tanto como lo hacía consigo mismo. Pocas
características me atribuyó, ya que se centró más en lo que pasaba en mi vida.
Cuando perdió a aquel cachorro, se inventó una hija e hizo que unos hombres la
violaran ante mí, así empezó mi existencia, y no tengo infancia porque nunca se
molestó en darme una. Cuando unos malhechores lo agredieron por ser una víctima
fácil (recibiendo, así, un poco de su propia medicina), hizo que volviera de
trabajar y me encontrara a toda mi familia muerta. Cuando a él tiraron huevos y
harina, hizo que me cortaran los dedos índices y me rompieran los anulares y
uno corazón, nunca haciendo mención a la posibilidad de tener meñiques o
pulgares. Así funcionaba mi mundo. Lo único que él ansiaba era desahogarse,
pero, sin saberlo – quiero creer –, me dañaba a mí. Sofelio terminó por convertirse
en un sádico; yo era el blanco de su ira y desdicha. Y, un día, una noche, se
apartó del camino de tierra que seguía y traspasó las lindes de un bosque.
Rodeado de pinos,
su visión era escasa, pero fue allí, entre esos árboles, donde pudo ver algo que
lo hizo correr, huir; no aguantaba más el dolor que él mismo había causado –
aunque tampoco pensó en mí como una víctima en aquel entonces. Comenzó a llover
y, él juró ver, del suelo brotaban viejos recuerdos y remordimientos color
blanco. Estaba cegado y la paranoia reinaba.
Sin haber tenido un
rumbo fijo, únicamente guiado por la desolación y no sabiendo cómo, llegó a una
cabaña de madera en medio del bosque, que por aquel entonces ya empezaba a
estar en ruinas – espero, lectora o lector, que hayas tenido más suerte o más
agudeza que él y no hayas pisado el tablón de madera con un clavo que, al
menos, antes así era, está en la entrada. Su cabeza llevaba herida mucho
tiempo, pero era su pie el que sangraba ahora.
.
.
Poco había en aquel
refugio, y poco le importó a Sofelio, ensimismado y aterrorizado. Le dolía el
pecho, mareado, hiperventilación. Con ritmo acelerado y lágrimas de ansiedad en
los ojos, se dirigió al escritorio que había en la habitación. Pluma, ¿qué más
necesitaba? Papel. Tuvo que reciclar uno con un varios “tres en raya” en los
que había perdido contra sí mismo. Escribió:
Lamparón, un hombre acabado, si es que
aún conservaba el título de humano con identidad y derechos de acuerdo
concedido por la sociedad, miraba sin ver la pared de madera de su estudio,
donde solo había una ahora una mesa de segunda mano en pésimo estado y su
correspondiente silla, una copa con vino y una botella medio vacía, no medio
llena. Se disponía él a hacer su trabajo, pero ya no era quién de hacerlo, pues
ni la mente podía pensar ni con nada podía escribir.
“Y, ahora, ¿qué?”, recuerdo que me preguntó.
“No tiene sentido seguir”, le respondí. Sofelio vio la sangre que salía de su
pie – casi podría decirse que a borbotones, – y pensó: “No tiene sentido
seguir”.
Aquí me quedé yo,
viéndolo, viéndome caer a pesar de que no soy quién tiene las manos manchadas
de sangre. ¿Es eso lo que soy? ¿Soy la esperanza de Sofelio de ser inocente de
un crimen que sí cometió?. Se mereció su final, lectora o lector, pues había
hecho cosas terribles, ¿pero qué hay de mí? Yo soy inocente y, mientras el
creador se haya libre de sufrimiento, yo estoy condenado por unos pecados que
no son los míos. Estoy pagando un pato que nunca quise a plazos infinitos.
Seguro estoy de que
me fue dado el nombre de Lamparón para cubrir lo que realmente soy: una
mentira. A veces es divertido porque adoro que mi madre me trence el pelo,
dormir entre hojas otoñales, beber café mientras admiro hermosos paisajes y
vivir la vida como siempre he querido, siendo feliz. Pero quiero ser
completamente libre, lectora o lector, así que o salva mi vida con tinta y
cosas buenas o rómpe estas páginas de una vez. Líberame.
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